
- Peter –dijo vacilando-, ¿estás esperando que me vaya volando contigo?
- Claro, por eso he venido. Añadió con cierta severidad: - ¿Has olvidado que hay que hacer la limpieza de primavera?
Ella sabía que era inútil decirle que se había saltado muchas limpiezas de primavera.
- No puedo ir – dijo en tono de excusa-. Se me ha olvidado cómo volar.
- No tardo nada en volver a enseñarte.
- Oh, Peter, no malgastes el polvillo de las hadas en mí-. Se había levantado y por fin lo asaltó un temor.
- ¿Qué pasa? –exclamó, encogiéndose.
- Voy a encender la luz –dijo ella-, y entonces lo verás.
Casi por única vez en su vida, que yo sepa, Peter se sintió asustado.
- No enciendas la luz –gritó.
Ella revolvió con las manos el pelo de aquel niño trágico. Ya no era una niña desolada por él, era una mujer adulta que sonreía por todo ello, pero con una sonrisa llorosa. Luego encendió la luz y Peter lo vio. Soltó un grito de dolor y cuando aquel ser alto y hermoso se inclinó para tomarlo en brazos se apartó rápidamente.
- ¿Qué pasa? –volvió a exclamar. Ella tuvo que decírselo.
- Soy mayor, Peter. Tengo mucho más de veinte años. Crecí hace mucho tiempo.
- ¡Prometiste que no lo harías!
- No pude evitarlo.
(…)