Para decir adiós, pegue la boca al vidrio y estampe un beso. Luego, abróchese el abrigo porque hará frío y lloverá, y no habrá paraguas en el mundo que lo proteja.
Camine por esas calles destinadas a la risa pero que ahora están abandonadas, como si la gente supiera que usted está diciendo adiós sin maletas ni pañuelos, sin estaciones de trenes, aeropuertos, terminales de buses.
Usted dice adiós en el centro de su soledad.
Asuma su condición. Si desea, grite para que los pájaros –esos que huyen y se pierden en el cielo- sepan de qué condición se trata. A ellos les importa, sólo por un asunto de alas y de plumas previamente acicaladas.
Entiéndalo bien: a nadie le interesa que usted sea el despidiente o el despedido. Por esto, diga adiós sin estridencias. No utilice serruchos oxidados ni hojas de afeitar para rebanarse las venas. Si no desea más sangre en su vida, dónela. Toda. Verá que una buena acción también es un buen adiós.
No le cuente a familiares ni a amigos más cercanos de sus propósitos. Harían causa común y querrían despedirlo con globos y tralalás innecesarios.
Cosa su boca si es necesario. Con hilo vidriado para elevar volantines.
Quien calla, otorga. Si no lo sabía, ahora lo sabe.
Lilian Elphick