- A veces creo que entre los dos hay una especie de pared.
- ¿Una pared?
- Sí, una pared. Como un muro confeccionado de ladrillos de equívocos. Es decir, nos hemos encontrado por años en horas poco amables. Vos no sé si sabés, pero la noche… debilita los corazones, y no es precisamente el mejor momento para la sinceridad. Entonces, después de, no sé, siglos de conocernos. Perdón, de saber de la existencia de uno y otro. Creo haber caído en la cuenta que en realidad, no hemos hecho más que vendernos simulacros.
- No entiendo qué querés decir.
- No me extraña. Mirá, vos dijiste alguna vez que me podías leer.
- ¿Cuándo?
- Una de las tantas noches que le dimos un guión a estos encuentros vanos y carentes de sentido; vos dijiste que podías leerme. Obvio que cuando te pedí una lectura, no sólo ni lo intentaste sino que habías olvidado hasta el alfabeto. Pero bueno, eso al margen. Lo que quiero decir, de una forma muy poco clara, es que hemos errado al errar por los bares de turno e intoxicarnos de plagiados besos, porque en última instancia, fuimos impulsados por el temor a no ser, a haber configurado tan bien nuestras existencias desde los primeros rumores de vida, que de negarnos, de elidir toda corporización, estaríamos vedando una etapa de la existencia, digamos basal, de cada uno. ¿Se entiende a lo que quiero llegar?
- La verdad, no mucho. Igual, ¿por qué siempre terminamos hablando de nosotros?
- Hmm, no sé. ¿Por qué será? ¿Quizá por mi naturaleza que gusta de las iteraciones? ¿O vos no te hartás de oírme decir lo mismo todo el no – tiempo de coincidencia?
- A veces me das miedo. No sé.
- Si, a veces yo también me doy miedo.