De algún modo “los antípodas” es un
juego más social – no podría decirse que un juego de salón – si se compara con
otros, tan solitarios. Nació, sin duda, de una personal interpretación de la ley de la gravedad y de la atracción
que generan entre sí los hemisferios de Magdeburgo, más el agregado fantástico
– deducido de no sé qué relato – de un
doble que nos espera en otro siglo o en la luna.
Nunca supe bien si este personaje era
idéntico, análogo o complementario. Cuando quise pensarlo ya era un hecho: la
conducta y el movimiento humanos habían sido engarzados por mí en un teorema
indemostrable: “La fuerza de los dobles opuestos nos
sostiene”. En otras palabras: el habitante que
está en el lugar opuesto de la tierra se sostiene en su lugar y me sostiene
gracias a la mutua fuerza de atracción que opera desde nuestros cuerpos y que podría
dibujarse en una línea que va desde sus talones a los míos – y viceversa –
pasando por el centro de la tierra. Cuando él se desplaza, me desplazo;
cuando me arrojo al mar, se arroja o cae al mar; cuando viajamos, viajamos en
direcciones contrarias para permanecer en la misma referencia. ¿Se puede pedir un desencuentro más encontrado, una oposición menos
opuesta? Nuestros gestos tienen una respuesta simultánea y
nuestros actos nos comprometen en una complicidad desmedida (¿cómo
podríamos realizar actos distintos con los mismos ademanes?). Claro que no se
sabe quién tiró la primera piedra, puesto que cada uno está tirando la suya,
pero se advierte cuándo la iniciativa fue propia y cuándo ajena en el matiz de
desgano o arrebato con que se inician y conducen las acciones. Y no se suponga
que con esto pretendo librarme de responsabilidades o eludir culpas y castigos.
Jamás he dicho: “Me arrastraron
a eso”, como otros que
parecen ignorar el teorema, aunque a veces, realmente, haya estado a punto de
exclamar: “¡Vamos! ¡Detente! ¿Adónde vas, que nada te detiene?”.
Bueno, lo cierto es que en aquel
entonces me encerraba en mi cuarto (él, “el antípoda”, se encerraría en el
suyo). Desplazaba un pie lentamente. Me detenía. Daba unos pasos. Tendía la
oreja para escuchar el choque que se produciría en el centro de la tierra (con
el tiempo descubrí que el eco no es otra cosas que esta clase de choques); daba
un salto y continuaba lanzándome en complicadísimas gimnasias que significaban
vergonzosas burlas y que ahora no puedo recordar sin remordimientos. Una vez,
por ejemplo, me colgué de la lámpara, me balanceé como en un columpio y desde
el otro extremo salté en un salto mortal hacia el vacío de la cama, gritando: “Sígueme, si puedes”. Me abrí la cabeza contra la arista de la mesa de noche. Tenemos actualmente
la misma cicatriz, un pálido recuerdo que se aviva con las grandes tormentas. Claro que se vengó, ¡y cómo!
A pesar de todo, sé que lo hubiera
amado. ¡Es una lástima! Nuestro amor podría haber sido el único indestructible. Se nos desgarra el corazón cuando pensamos que no nos
encontraremos jamás de este lado del mundo, ni de aquél. Sólo podemos intentar amores que
comienzan como si nos hubiésemos encontrado, amores que nos hacen perder la
gravedad y nos arrebatan por el aire como ángeles, hacia las alturas. Pero la
pareja que hemos buscado no nos sigue. Restringida a la ley de la atracción de
los cuerpos, desconoce las reglas de los antípodas y se queda en la tierra, o parte con
rumbo desconocido, llevada por la atracción universal. Únicamente este final se
asemeja en algo a nuestra situación permanente. ¡Es triste!
No existen más que dos soluciones:
Una consistiría en conseguir un
ángulo de 180º que empezara a cerrarse, irrevocablemente, pero cuyos lados nos
permitieran apoyarnos a medida que nos acercáramos, hasta encerrarnos un buen
día, sin ninguna salida, entre sus resistentes paredes. Pero ¿no es esto lo que sucede habitualmente con todas las parejas?
La otra solución de la que hablaba, y
que es la que prefiero, la que preferimos,
sería excavar hasta encontrarnos en esa
masa ígnea, en esa pepita de fuego que está sepultada en el interior del globo,
y arder, arder en un
fuego mutuo hasta consumirnos en la misma llama.